miércoles, 26 de octubre de 2011

Ron con dólares, por favor



Fotos: E.Carvajal


La Habana.- Son las 11 de la noche y salimos del aeropuerto internacional José Martí, en La Habana, directo a Varadero. Es un viaje de más de dos horas por una carretera oscura, donde apenas puedo divisar a lo lejos algunas luces. Para mí, esto es un sueño.  Estoy en el país al que siempre había querido viajar y a mi lado está Mónica, la mujer que amo, mi esposa.
Cuba se abre frente a mis ojos como una ciudad oscura. A lo largo del camino varias personas piden un aventón. El conductor del microbús pone las luces largas para poder divisarlos en la calle y sigue a la misma velocidad. 
Los grandes hoteles, el festín del todo incluido, las tiendas a un lado del camino, las carreteras de primera calidad, los carros europeos, último modelo, las noches de fiesta… Aquí no hay límite para nadie, siempre y cuando, tenga dinero para pagar todo lo que pueda comer, beber y tener.
El régimen hizo de Varadero una gran caja registradora donde lo más importante es obtener la mayor cantidad de euros o dólares posibles, para qué o para quiénes, no lo sé.
Estoy en el país que ocupa el cuarto lugar en el Índice de Desarrollo Humano, según un informe de la Organización de las Naciones Unidas.
-“Señor, lo llevo al mercado de artesanías más grande”, me dice un hombre que trabaja como cochero en Varadero.
-¿Cuánto cuesta?, pregunto.
-10 pesos los dos, responde.
Ese hombre gana 12 pesos mensuales y todo lo que hace como cochero se lo entrega al Gobierno. Tiene familia en Estados Unidos y no sueña con irse de su país. Aquí, asegura, vive tranquilo. “Allá (en Estados Unidos) mi familia vive preocupada, pensando en cómo pagar sus hipotecas, en cambio, yo, tengo casa, pago tres pesos de luz, no pago el agua y mis hijos tienen una educación completamente gratuita. Me dan la comida, la cual me alcanza para todo, no necesito más”, nos comentó.
Habla varios idiomas y lo vemos alejarse con unos estadounidenses.
Cuba obtuvo el primer lugar de aprendizaje, en el 2008, tras ser evaluada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco)  seguida por Uruguay, Costa Rica, Chile y México.

Adiós Varadero
Nos vamos de Varadero en una tarde soleada donde, los vientos del Norte, obligaban a usar un buen suéter para aplacar el frío. Adiós paraíso tropical, a los hoteles de lujo, a la comida de 24 horas sin restricciones.
Cuba es hermoso por donde quiera que se vea. Es una isla montañosa con pueblos llenos de arquitectura española, de una belleza escénica solo comparable con la hermosa Cartagena, en Colombia.
El autobús llega a La Habana a eso de las 6 de la tarde. La ciudad, como cualquiera del mundo a esa hora, está repleta de gente que va de regreso a sus casas y de vehículos, modernos y antiguos, que apresuran su paso por las calles habaneras. Aquí viven dos de los 11 millones de personas que deben someterse a las leyes de los Castro.
El sol cae y deja sus últimos rayos sobre la ciudad. La escena es preciosa. Me parece estar oyendo los acordes de Silvio Rodríguez y la letra que dice: “Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre, en esta tierra, en este instante y soy feliz porque soy gigante, amo a una mujer clara que amo y me ama…”
Al otro día, a las 6:30 a.m., estamos recorriendo los rincones de La Habana vieja. Sus calles empedradas, sus plazas y callejuelas. Por un lado se desborona y por el otro la reconstruyen. En una esquina se ve gris y negra, en otra amarilla y café. Su arquitectura es la misma, su cara es diferente.
Entramos en una pequeña venta de artesanías y rápidamente nos damos cuenta que también funciona como una casa. A un lado la muñeca de madera y los timbales y en el otro la refrigeradora  y la cocina. Todo integrado.
En una de las avenidas de La Habana vieja sorprenden a un lado y al otro las tiendas con ropa, tenis de marca, de todo para el que pueda pagarlas. Obviamente, no había nadie en ellas. Es un espejismo de mal gusto.
El día pasa con un calor intenso, las calles habaneras llenas de gente, el capitolio, copia exacta del de Estados Unidos es un sitio obligatorio donde paran cientos de turistas y en sus gradas, un hombre invita a tomarnos una fotografía con una cámara antigua, como un recuerdo inolvidable de La Habana.
La escena del sol cayendo sobre La Habana se vuelve a repetir. La melancolía me invade, son las últimas horas en esta capital, donde siempre soñé estar y donde espero regresar, otra vez, y a lo mejor, quedarme para siempre.
Tal vez en una Habana libre, como la de hora, pero libre de las telas de araña que la amarran a un pasado que se debe superar, caminando sola, sin los “Dioses” que la dominan en este momento y dándole paso a esa nueva generación de jóvenes, que quieren seguir viéndola libre, pero libre de todo.

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